Había una vez un elefantito que nació en la caravana de un circo. Como sus padres tenían miedo de que se escapara, lo ataron con una cuerda a una estaca que era casi tan grande como él y que clavaron en el suelo a un costado de la carpa del circo.
El animal tiraba, empujaba y luchaba tirando de la cuerda para soltarse, lo intentaba con todas sus fuerzas pero no lo conseguía por la resistencia que le imponía el fuerte madero.
Cada día, el animal se ponía de pie sobre sus patas traseras y con todas sus fuerzas buscaba desprenderse, golpeaba con su trompa y empujaba con su cuerpo, sin embargo, la estaca se mantenía firme y no le permitía liberarse.
Por muchos días más, el elefantito siguió insistiendo y siempre lograba el mismo resultado. La estaca era muy fuerte para él y por más que empujaba no podía soltarse.
Así pasaron las semanas y algunos meses hasta que un día, ocurrió algo terrible, el elefantito se reconoció impotente y decidió desistir ya que cuando lo intentaba no lograba nada, solo alguna regañina de su madre y algún trompazo de los otros elefantes del circo.
El pobre elefantito, aceptó su impotencia y se resignó a su triste destino.
Pasó el tiempo y el elefantito se convirtió en un elefante grande, muy grande. La estaca que antes era alta y demasiado fuerte para él, vino a transformarse en una atadura débil e insignificante para su fuerza y empuje. Sin embargo, el elefante, enorme animal de potencia descomunal, mantenía todavía grabados en su memoria los fracasos pasados y las recriminaciones de los otros elefantes del circo, que le habían influido para que no intentara un mínimo esfuerzo para liberarse de su ridícula estaca.
Quizá muchos de nosotros, vivimos todavía sujetos por una cuerda a una estaca que clavaron en nuestra época infantil, con mensajes desafortunados de «no te muevas de ahí». Esas estacas nos atan al suelo de nuestro circo particular y nos quitan la posibilidad de dejar salir a la persona que realmente somos.