Esta comparación que se nos hacía en el colegio entre la vida de los seres humanos y la cooperación de las abejas en las colmenas qué ingrata es. Lo peor de las abejas –y acaso lo mejor a otros efectos– procede de su obligatoria colaboración.
Tan estricta y fatal, que a una abeja le es imposible desenvolverse a solas. La soledad equivaldría a su muerte pero, aun salvándose, durante el periodo de aislamiento su invalidez o su tedio la impulsarían a la transformación biológica o al suicidio mismo.
Nada parecido en los seres humanos que obtienen de la soledad una ocasión de lavado y salud precisas para relacionarse bien y con higiene.
No es lo mismo la soledad que la independencia, pero la soledad elegida y la independencia conquistada se acercan mucho entre sí.
En el lazo con los otros la calidad aumenta si ambos proceden de su independencia y pueden a su voluntad volver a ella. La relación florece cuando nadie acarrea su desolación y la soledad posterior a un desacuerdo no se alza con los horrores de una colosal tragedia.
Somos con los demás y los demás son con nosotros, mas sin apelmazamientos. El amor, la amistad, nos construyen mutuamente si los pilares de unos y otros no descansan desequilibradamente en el fuste de aquél. La interdependencia no es suma de dependencias sino juego de independencias. La metáfora del panal nos endulza tanto como nos encarcela.