Van vestidos con chalecos y cascos reflectantes y llevan una bolsa con botes de
pintura o sprays. Forman grupos de cuatro o cinco individuos. La gente de Lorca los ve
recorrer las calles, sorteando escombros, pisoteando cascotes, vadeando cintas y vallas
que prohíben el paso.
Lorca, asolada por varios terremotos, parece una ciudad bombardeada y estos
hombres del chaleco van catalogando los diversos grados de la catástrofe. Como si
marcaran en un estadillo el número de ilesos, heridos, muertos y desaparecidos en una
guerra macabra –valga la redundancia-. Lo indican con colores: verde, amarillo y rojo.
Los del ejército (Unidad Militar de Emergencia) son unos verdaderos ángeles caídos del
cielo, aunque no lleven alas y vistan de negro, porque se están dejando la piel en la
tarea, arriesgando su vida al entrar en las casas que pueden venirse abajo de un
momento a otro. Cuando se topan con el infierno de lo irremediable, le ponen un matiz
fúnebre al asunto del cromatismo: pintan directamente con un círculo negro, que
significa más o menos lo que el mismo color sugiere: pozo negro o cataclismo integral o
muerte súbita.
Los hombres del chaleco reflectante o los del UME, decíamos, recorren la
ciudad con los botes de pintura y marcan una cruz o un círculo en las fachadas o junto a
las puertas de los edificios y las casas. La gente los rodea, los sigue, acecha sus
movimientos, habla con ellos con el corazón encogido, el alma en vilo, los ojos al borde
de las lágrimas, porque del color de la cruz o del círculo depende el nivel de la
desgracia. Se puede entrar en la casa sin problemas, aunque haya desperfectos (verde);
se recomienda no entrar o entrar con mucho cuidado, pero salir enseguida (amarillo); no
se puede entrar porque las estructuras del edificio han sido gravemente dañadas y hay
peligro de derrumbe (rojo); se prohíbe el paso, este edificio va a ser demolido en breve
(negro).
Lo curioso del caso es que muchísimos de los edificios coloreados de rojo o
negro son de reciente construcción. Como suena. Estamos hablando de uno, dos, tres,
cuatro o cinco años de antigüedad. Algunos, incluso, aún no han comenzado a ser
habitados.
El terremoto de 5,1 grados habido en Lorca a las 18:50 h. el pasado miércoles,
día 11 de mayo, ha dejado al descubierto las miserias no sólo de los edificios sino de los
arquitectos, ingenieros, constructores, maestros albañiles, contratistas, promotores y
otros personajes del mundo del ladrillo, que nos han dado gato por liebre. No sé si el
lector me estará entendiendo. En vez de poner 1.000 kilos de hierro para sujetar la
estructura estos miserables han empleado 500 kilos. En vez de colocar hormigón o
cemento armado, han usado arena tonta. Y así sucesivamente. Pero no contentos con esa
estafa, se dedicaban a vender esos pisos treinta veces más caros de lo que a ellos les
costaba. Dicho de otro modo, un piso podía costarle al constructor entre 50 ó 70.000
euros aproximadamente. Pues bien, los vendían por 240, 250, 260 ó 270.000 euros,
céntimo arriba, céntimo abajo, según cómo y dónde, en las fechas en que fueron puestos
a la venta. Es decir, en los años de las vacas gordas, previos a la gran crisis actual. Que
el lector saque sus conclusiones.
Estos indeseables que se han dedicado a llenarse el bolsillo robando e inflando el
mercado inmobiliario, conchabados con los banqueros y otros alienígenas corruptos de
los que hablaremos otro día, son los responsables de la burbuja especulativa y de la
bancarrota económica y moral en la que estamos sumidos. Pero no sólo eso. Como digo,
el terremoto ha puesto al descubierto las miserias de los edificios de paja que estaban
construyendo. Por si el lector no lo sabe, un edificio debe ser capaz de soportar el
achuchón de un terremoto de unos 7 grados en la escala Richter. Y estos no han
aguantado ni uno de 5,1.
¿Quiénes son estos constructores, promotores, ingenieros o arquitectos? Lorca
no es tan grande. Pueden contarse con los dedos de las dos manos. Todo el mundo los
conoce. De hecho, algunos cometieron la osadía de colocar una placa con su nombre
junto a la puerta del edificio donde ahora los hombres del chaleco reflectante y los del
UME han dibujado un círculo rojo o negro.
Estoy convencido de que si el célebre Víctor Hugo, uno de los más grandes
escritores de todos los tiempos, saliera de su tumba, no dudaría en utilizar todo este
material (de derribo y humano al mismo tiempo) para acometer la segunda parte de su
famosa obra Los miserables.
Espero que esto no se quede en agua de borrajas, que es lo que suele suceder
siempre en este país. Tal vez no sea una mala idea que los propios afectados, esos
hombres y mujeres que han visto desmoronarse brutalmente su casita de papel –perdón
por la metáfora-, acudan a los tribunales y presenten las demandas pertinentes para que
se depuren responsabilidades civiles y penales. En algún lugar tiene que haber un juez
dispuesto a hacer justicia –lamentablemente la frase no es un pleonasmo-. Estos
miserables deben ser juzgados, y no sólo por lo sucedido sino también por todo lo que
podía haber ocurrido. Porque si el terremoto hubiera dado un arreón un poquito más
fuerte, sin necesidad de llegar a la magnitud de los 7 grados, Lorca no sería hoy una
triste ciudad en ruinas. Sería un inmenso cementerio en ruinas.
Juan Ramón Barat
Escritor independiente
18 de mayo de 2011