En estos días las pérdidas afectivas han sido las que han llenado el espacio terapéutico. ¿Será la Navidad que hace aflorar los sentimientos más íntimos?, ¿Serán los compromisos familiares que ponen de manifiesto los conflictos camuflados?, ¿Será que muchos quieren comenzar al año una vida nueva?. No lo se, pero si me doy cuenta de que el terreno emocional está muy removido.
Muchos me preguntan sobre quién sufre más el que deja o el que es dejado. Para esta pregunta existen multitud de respuestas, pero lo que si es cierto es que en una separación ambos sufren.
Quien decide abandonar una relación puede ser por muy diversas causas: falta de amor, hastío y cansancio de la relación, necesidad de poner fin a una dinámica de conflictos, intereses encontrados que se viven como irreconciliables, confusión emocional, dificultad para asumir un compromiso, aparición de una tercera persona, etc.
La decisión a veces no es nada fácil, sobre todo cuando se trata de relaciones largas en el tiempo. Por supuesto la cosa no es tan complicada cuando se trata de la intromisión en la relación de una tercera persona por eso que dicen de que «las penas con pan son menos».
Por su parte quien es dejado generalmente entra en una vorágine de angustia en la que lo primero que se cuestiona es así mismo. ¿En qué he fallado?, ¿Qué tengo yo para que no me quiera?. Ese cuestionamiento supone, al menos en esa etapa, un deterioro de la auto estima que afecta a la seguridad personal produciendo, en mayor o menor medida, un desequilibrio emocional.
Fácilmente se «agarra» a los recuerdos, haciendo una exhaustiva revisión de todo lo que ha dado y puesto en juego en la relación a lo largo del tiempo, sin atinar a comprender, por más vueltas que le de, a los cien mil porqués que llenan su cabeza en las largas noches de insomnio y en los largos días de vagar como un autómata.
En la ruptura es dolor es lacerante y provoca un duelo que es necesario. Duelo por lo que terminó, por lo que ya no se vivirá junto a esa persona, por los proyectos que realizaron juntos y que ya no verán la luz de esa manera, por las ilusiones que se desvanecen como pompas de jabón, por las palabras dichas y también por las que se quedaron atascadas en la garganta sin encontrar el cauce de salida, por las cosas hechas y también por las que dejamos de hacer o hicimos desafortunadamente.
Con la separación no termina el dolor. Es difícil desprenderse de los recuerdos que acuden a la cabeza apelotonados, incluso de esos que no recodábamos hacía años, de las miradas, de las vivencias compartidas. Nos quedamos enganchados en esas historias personales tan vivídas anudados con un lazo de dolor que nos atrapa.
Cuando una relación termina este final supone un comienzo que invita a la revisión de nosotros mismos, para resituarnos de nuevo y encajar las piezas de nosotros que se nos rompieron en el camino de la relación y que abaron machacadas con el dolor de la ruptura.
El duelo es un proceso de reclusión que nos lleva a la sanación, doloroso, si pero es un camino que nos permitirá aceptar las cosas como son y volver a encontrarnos con nosotros mismos, para salir fortalecidos a la vida y coger las riendas de ese nuevo y precioso ser que ha florecido dentro de nosotros.
Después de la tempestad llega la calma
tras la noche siempre amanece el día,
existe la oscuridad porque existe la luz,
un fin siempre es un comienzo
y cuando pasa el dolor queda la paz
que es fuente de sabiduría.