felizmente casado, se enamoró de una religiosa, felizmente célibe. Y que una
monja, felizmente religiosa, se enamoró de un hombre, felizmente casado.
un largo viejo de muchas horas de sosiego. El escribía poemas en los amplios
descansos de aquel largo vuelo; mientras, ella recitaba para su Dios los salmos
de las horas. De cuando en cuando dormitaban. Hora él, hora ella, apoyándose
sin darse cuenta en el hombro del otro.
Disculpe,
por Dios.
Disculpar,
¿por qué?.
Por…
Ha sido sin
querer.
la vida, el amor les agarró a los dos. El le leyó sus versos. Ella le recitaba
sus salmos. Hubo un momento en que no se sabían si las palabras eran poemas u
oraciones.
se envuelven las personas que se sienten humanas y mientras se daban sus
e-mails se miraron a los ojos como solamente se miran los que han respirado el
amor.
¿Sabes?
¿Qué?
Que esto
debe de ser amor.
balbuceó las últimas palabras.
contrario, pulieron aquella osadía, hasta que la turbación entró en las
entrañas de aquel hombre felizmente casado.
mañana, se encontró de pronto recitando los viejos salmos, las palabras sabias
de la antigüedad, en las que le pedía al Buen Dios luz y sosiego para su
corazón. En la espesura del monte gritaba sus dudas y zozobras. Fue al caer la
tarde, sentado bajo el viejo roble milenario, cuando escuchó la voz que más
deseaba su alma:
ellas!”.
oírla.
al vida le regala una rana encantada. Agradeció vivir varios amores y aún hoy
cuentan que aquel hombre, felizmente casado,
y aquella mujer, felizmente célibe,
se siguen encontrando en otros inesperados paraísos, saboreando el
néctar de sus miradas y degustando la piel de sus almas. Se han convertido en
ángeles.