La soledad es uno de los males de nuestro tiempo. Vivimos en la sociedad del ruido, en la que las personas podemos estar rodeadas de mucha gente y a la vez sentirnos realmente solas sin compartir nuestras inquietudes o preocupaciones, lo que hace que muchas personas terminen ahogándose, entrando en procesos de tristeza o desarrollando trastornos de ansiedad, depresión o procesos psicosomáticos.
Nos encerramos en la soledad para protegernos de lo que vivimos como un mal, menos malo que la decepción que nos produce la falta de comunicación sana con otras personas. Dejamos de compartir nuestras cosas para evitar escuchar reproches, directrices o juicios tan frecuentes como: «ya te lo decía yo», «lo que tienes que hacer es..», «estás tonto o tonta, deberías…».
Pero lo que hace que una persona se mantenga encerrada en su soledad y no busque relaciones saludables y ricas, es la convicción de que su ser, su autentico ser, ese que está oculto para los demás no es querible, o lo que es lo mismo, no es susceptible de ser amado.
Esta creencia íntima surge en la infancia, cuando el niño es reprobado frecuentemente, primero por sus padres, después por las demás personas de su entorno cercano, entonces comienza a alimentar un sentimiento de desprecio y minusvalía personal y pronto llega a la convicción de que su ser, su «mimi» como lo llama mi hija, no es digno de ser querido e incorpora el mismo repertorio de actitudes reprobatorias hacia sí mismo.
Sea cual sea el trato que has recibido, sean cuales sean las convicciones que has albergado respecto a ti mismo, ten presente que tú, tu auténtico ser SIEMPRE ES DIGNO DE AMOR y puedes comenzar por tratarte con cariño y abrirte a la vida para recibir también el amor de otras personas. Cuando sales de tu aislamiento y te abres a la vida, pasan cosas, recíbelas y que las disfrutes.